Para el hincha cuyo equipo resultó vencedor, los penales representan un paraíso, y para el hincha cuyo equipo resultó derrotado, son lo más parecido al infierno.
Por Walter Vargas
La definición de los choques semifinales de la Copa de la Liga Profesional en general y el de Boca-Racing en particular ha disparado un machacón runrún acerca de la presunta naturaleza injusta de la definición por penales, pero a la vez no deja de ser una buena oportunidad de examinar el trazo grueso del intríngulis.
Al parecer, este tipo de instancia excepcional es la que con mayor énfasis desnuda el carácter interesado y tornadizo del hincha promedio que, como es sabido, cuenta el baile según ha bailado.
Para el hincha cuyo equipo resultó vencedor, los penales representan un paraíso, y para el hincha cuyo equipo resultó derrotado, son lo más parecido al infierno.
Con una diferencia sustancial: el hincha/ganador asume y celebra lo acontecido sin preámbulos, objeciones o meras disquisiciones y el hincha/perdedor sale desesperado a buscar impugnaciones éticas o morales.
Desandemos lo sucedió en la cancha de Lanús: ¿fue injusto que Racing haya quedado eliminado sin haber perdido un solo partido?, ¿fue injusto que haya quedado eliminado el equipo que más puntos había sacado en la fase clasificatoria?, ¿fue injusto que Racing haya perdido en los penales ante un rival, Boca, que en los 90 minutos prácticamente no le había visto la cara a Chila Gómez?
Sí y no. En buena medida es injusto per se el formato de definición. En ese sentido, la excelencia de la justicia sería que se jugara un partido añadido a las 48 o 72 horas, una alternativa que, contra lo que pudiera deducirse, tuvo vigencia durante unas cuantas décadas, sobre todo para competencias internacionales.
(La final de la Liga de Campeones de Europa de 1973/74, por caso, terminó 1-1 entre Bayern Múnich y Atlético de Madrid en el estadio Heysel de Bruselas y demandó otro partido en el mismo escenario dos días después con goleada de 4-0 para los bávaros).
Pero inexistente hoy esa posibilidad por lo estrecho de los calendarios y una cierta pereza de la FIFA, y suprimida la de los 30 minutos suplementarios, los penales asoman como sensatos y factibles por beneficio de practicidad e igualdad de condiciones.
Que requieran de pericias y herramientas específicas, eso es otra cosa.
En México, por ejemplo, en cuartos de final de playoff una eventual paridad favorece al que haya sumado más puntos en la instancia clasificatoria, pero hablamos de una liga en la que todos han jugado contra todos y no, como en la Copa de la Liga Profesional de la Argentina, parcelada en dos zonas.
En otros tiempos, algunos partidos de "mata/mata" que terminaban igualados se resolvían por el mero conteo de los tiros de esquina (Copa Adrián Escobar en la Argentina allá por la década del cuarenta y Torneo Juvenil de Cannes en los setenta), pero por suerte hubo quienes advirtieron que ese método era demasiado pequeño, forzado, traído de los pelos.
Ni qué decir de la célebre moneda al aire que a la Selección Nacional Juvenil le dio el Torneo Sudamericano de Asunción que se jugó en 1967.
La moneda al aire sí que es puro azar, o "lotería", como erróneamente más de cuatro califican a una serie de tiros penales.
Por aproximación, descarte o tal vez en clave de mal necesario, los penales son una norma reglamentaria universal que nadie discute ni nadie maldice... salvo, desde luego, cuando le ha ido mal. Tan sencillo como eso.