El 22 de mayo de 1976, a sus 33 años, Oscar "Ringo" Bonavena moría por un balazo en el corazón, en un burdel de Reno, Nevada, Estados Unidos. Tan guapo como histriónico, el más carismático de los boxeadores fue despedido por 150 mil fanáticos en el Luna Park, obviamente, y sus restos descansan en el cementerio de la Chacarita.
Por Ricardo Ragendorfer _ Télam
A fines de 1975, el boxeador Oscar Natalio Bonavena, se había separado una vez más de su esposa, Dora. Por esa razón vivía en la planta baja de un lujoso edificio sobre la calle Lafinúr al 3300, a metros de la Avenida del Libertador, en Palermo Chico.
– ¡Es un ordinario! ¿Sabe lo que hizo? –le soltó la vecina del segundo piso a Luisito, el diariero de la esquina.
Y completó la frase:–En el jardín de su departamento hizo construir un patio andaluz. Nos arruinó la vista del contrafrente.
Luisito, que adoraba a “Ringo” –al igual que casi todos los argentinos–, rio para sus adentros. Su cercanía le alegraba la vida, al punto de no cobrarle la revista El Gráfico ni el álbum de historietas El Tony que el ilustre cliente se llevaba todas las semanas.A cambio, éste le regaló tres entradas para su pelea con Raúl Gorosito.
–Andá con tus pibes –dijo, hojeando las Locuras de Isidoro.
Aquel combate se realizó el 1º de noviembre en un Luna Park repleto. Bonavena ganó por puntos. Desde la leonera rugía su apodo como un mantra. Pero él, ya sin aire en el último raund, no estaba en su mejor forma.
Era consciente de que, después de su heroica derrota ante Muhammed Alí en el Madison Square Garden de Nueva York, cinco años atrás, su calidad boxística fue mermando. Una percepción robustecida tras perder con otros dos gigantes de la categoría: Floyd Patterson y Ron Lyle. Pero era un declive que él supo disimular –incluso ante sí mismo– con resultados decorosos en unos diez combates sin rivales de primera línea.
Aún así, amasaba un sueño: la revancha con Alí.
Alguien, por entonces, le dijo que aquello era posible: Joe Montano, un promotor portorriqueño vinculado a la mafia norteamericana, quien lo abordó después de su victoria en el Luna Park.
El tipo le propuso un contrato de representatividad por un cachet de 20 mil dólares, que incluía su desquite con el mejor púgil de todos los tiempos. Y Bonavena, sin vacilar, puso el gancho.
A la semana, Luisito lo vio por última vez.
–Me voy a los Estados Unidos –le dijo, como al pasar.
–¿Con quién va a pelear, campeón?
Ringo esbozó una sonrisa, antes de responder:
– Ya te vas a enterar por los diarios, pibe.
El 23 de mayo de 1976, la tapa del diario Clarín publicó una foto suya; allí posaba con un habano entre los dientes. Se lo veía feliz
Pero el titular, con letras enormes, decía: “Mataron a Ringo Bonavena”. Eso había ocurrido 24 horas entes, exactamente hace 45 años.
En este punto es necesario retroceder a diciembre del año anterior.
La gloria que no fue
A mediados de aquel mes, Ringo arribó al país del norte, acompañado por un amigo, Julio Morales (a) “El Gordo”, un muchacho vinculado a la farándula.
Ya entonces, su pretendido relanzamiento deportivo tuvo una variación, al transferir Montano el contrato a otro mafioso, aparentemente por idénticas condiciones. Su nuevo representante resultó ser: Joseph “Joe” Conforte, un siciliano de 57 años que regenteaba, en las afueras de Reno, el Mustang Ranch, nada menos que el primer prostíbulo legal del estado de Nevada. Pero, en razón a sus cuentas pendientes con la Justicia, el establecimiento figuraba a nombre de su esposa, Jéssica Burgess de Conforte (a) “Sally”, una madama de 59 años, lisiada por un accidente de tránsito.
Si bien la empatía entre ella y el boxeador fue inmediata, el vínculo de éste con Joe fue, también desde el principio, vidrioso.
Por esa razón, después de hospedarse unos días en la residencia del matrimonio, Ringo y el Gordo se fueron a un hotel.
Finalmente, Sally adquirió –por 12 mil dólares– una casa rodante, que fue estacionada a dos kilómetros del Mustang Ranch.
En ese marco, Conforte arregló el duelo de Ringo con Billy Jonier para el 26 de febrero de 1976.
El rival del argentino era un púgil cuarentón, cuya máxima hazaña fue, en 1969, haberle aguantado diez rounds a Sonny Liston sin besar la lona.
Lo cierto es que Ringo tampoco lo pudo noquear.
Pero, además, hubo un detalle que lo deprimió soberanamente: la pelea, lejos de realizarse en algo parecido a un estadio, se hizo en un enorme salón del burdel, con el ring rodeado de mesas ocupadas por comensales borrachos que, atendidos por chicas semidesnudas, se entretenían arrojando trozos de comida sobre los boxeadores.
Ni bien bajó del cuadrilátero, al ser felicitado por el jefe, Ringo le gritó:
– ¡Esto es un circo romano! Yo no quiero esto. Quiero una pelea grande. ¡No sé qué carajo hago acá!
Quería romper el contrato. Sally se puso de su lado. Aunque sus buenos oficios incidieron en que él reconsiderara su renuncia. La siguiente jugada de esa mujer fue convertirse en su manager.
Bonavena no imaginó que aquel sería su primer paso hacia la desgracia. Y el siguiente, la relación amorosa que entablarían.
Se podría decir que, a partir de entonces, Bonavena comenzó a sentirse en el Mustang Ranch como en su propia casa.Hasta recibía a los clientes con una frase que asombraba al personal de seguridad: “¿Qué les parece mi nuevo lugar?”
El Gordo Morales olfateó el peligro, y se lo dijo a Bonavena. Pero le fue imposible hacerlo entrar en razones.El boxeador actuaba de una manera extraña; parecía haber reemplazado sus ilusiones pugilísticas por otra ambición. Tanto es así que, con unas copas de más, se jactaba de que, gracias a Sally, se “quedaría con todo”. Tanto es así que, en mayo, su criterioso amigo regresó con premura a Buenos Aires.
En tanto, Sally tenía grandes planes para Ringo. Por lo pronto, le arregló una boda por conveniencia con una trabajadora del lugar para conseguirle la ciudadanía norteamericana. La elegida fue Cheryl Rebideaux, quien noviaba con un guardaespaldas de Joe. Su nombre: William Ross Brymer.
Por esos días, Conforte lo encaró a Ringo, y fue directamente al grano:
–Con mi mujer hacé lo que quieras, pero no te metas en mi negocio.
Todo indica que ya había resuelto deshacerse de él.
El último round
El primer signo de violencia explícita del proxeneta hacia Ringo fue reducir la casa rodante a cenizas, tarea que corrió por cuenta de sus matones. En aquella ocasión, el fuego también devoró su pasaporte.
El 21 de mayo, Ringo viajó con Sally a San Francisco para gestionar en el Consulado argentino un nuevo pasaporte. Su idea era regresar a Buenos Aires. Ella volvió en avión a Reno. Por su parte, Bonavena lo hizo al volante del Corvette de la mujer, quien lo esperaba en un motel.
Aquel viernes, él hizo dos llamadas. Uno a Dora, la mamá de sus hijos, para comunicarle su inminente arribo a la Argentina; la otra, a Sudáfrica, para saludar a Víctor Galíndez, quien al día siguiente defendería el título mundial de los medio pesados ante el estadounidense Richie Kates.
Pero a la noche, Sally lo esperó en vano.
A las seis de la mañana del sábado, el Corvette clavó los frenos ante una cabina telefónica de Reno. Y Bonavena esperó hasta oír la voz adormilada de Sally. Recién entonces, dijo:
–No busques más tu pistola. Yo mismo la saqué de tu cartera.
Arrastraba levemente las palabras por efecto del alcohol.
– ¿Para qué? ¿Dónde andas a estas horas?
–Recién llegué a la ciudad...
–Entonces, ¿por qué no vienes?
–Todavía no. Tengo una cosa que arreglar con alguien que vos sabés.
–Por favor no hagas locuras, ¿Qué se te dio ahora?
–No te preocupes. Tendré cuidado.
En ese instante, Sally escuchó el click que dio por concluida la llamada.
Minutos después, el Corvette frenó en el playón del Mustang Ranch. Al bajar, se acomodó la pistola en la caña de una de sus botas tejanas. En la boca aún humea un habano. Ringo caminó silenciosamente hasta la reja que dividía el garaje del edificio.
Un guardia de seguridad llamado John Coletti fue a su encuentro. Pero sin franquearle el paso.
Ringo insistía en ingresar. Y Coletti se lo negaba una y otra vez. Aquel intercambio parecía eterno.Hasta que, de pronto, la tenue luminosidad del amanecer fue sacudida, desde la torre de vigilancia, por un fogonazo.Brymer acababa de gatillar un fisil Remington con balas 30-06. Uno de aquellos proyectiles le atravesó a Bonavena el corazón.
Unas horas después, a 20 mil kilómetros de allí, Galíndez, con una ceja destrozada, cuya sangre había empapado la camisa blanca del árbitro, lograba retener su título en una de las peleas más dramáticas de la historia del boxeo.Fue en ese momento cuando le comunicaron la muerte de Ringo.
En paralelo, el diariero Luisito se enteraba por la tapa del Clarín.Oscar Bonavena fue velado el sábado 29 de mayo en el Luna Park. Ante sus restos desfilaron 150 mil personas.
Por tal asesinato, William Ross Brymer solo pasó 14 meses en prisión, ya que el jurado consideró que el fusil se le había disparado accidentalmente. El tipo murió en julio de 2000, a los 55 años.
Joe Conforte ni siquiera fue juzgado por este hecho. Pero poco después tuvo que huir a Brasil por otros problemas penales. Lo hizo en compañía de Sally, con la que no demoró en reconciliarse. Ella falleció fulminada por un infarto en 1992. Y él, por una neumonía asociada con el mal de Alzheimer, en 2019. Arbitrariedades del reloj biológico.