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Por Alberto Binder (Presidente del INECIP) y Julián Alfie (Director Ejecutivo)

En los últimos meses, hemos asistido a una sucesión de hechos que muestran una ya muy peligrosa tendencia de las autoridades públicas a sobrepasar límites elementales de la vida institucional que son definitorios de la vida republicana y el Estado de Derecho. Es como si se hubiera decidido que el país debe ser gobernado desde las relaciones de facto, que suelen esconder un Infra-Estado mafioso, que se gobierna desde relaciones ocultas y opacas. Esa realidad ya la hemos vivido muchas veces en la historia y siempre nos ha ido muy mal. En particular, cuando el Poder Judicial no cumplió con su función básica de poner límites al poder, como parece estar pasando una vez más.

Los hechos, que a simple vista parecen aislados, tienen en realidad un hilo conductor. La disolución de la Agencia Federal de Inteligencia y la vuelta a la vieja SIDE, que no sólo recuperó su nombre, sino también sus mañas, su amplio presupuesto de libre disposición con posibilidad de ser usado para operaciones sucias, su nocivo entremezclamiento con la inteligencia criminal, y la reincorporación de un sector histórico de agentes más preocupados por hacer espionaje político que por prevenir amenazas a la seguridad nacional. La aparición de un Senador Nacional con una valija de dinero no declarado y con un origen aún no explicado, pocas semanas después de haberse vuelto oficialista. La habilitación a la cibervigilancia masiva y sin control alguno. La paradojal utilización de la Unidad de Información Financiera (UIF) para reducir -en vez de fortalecer- los controles al lavado de activos. La construcción mediática de supuestas organizaciones “terroristas”, a las que desde el Ministerio de Seguridad de la Nación y de algunas provincias se le asignan hechos sin pruebas, como los incendios en la Patagonia, para ocultar la desidia estatal en la prevención. La limitación al acceso a la información pública, profundizando la opacidad estatal y afectando los controles externos. La construcción de un polo de poder alrededor de un “asesor” contratado informalmente para evitar los controles a los que deben someterse los funcionarios públicos, pero a quien se le asigna suficiente poder como para designar o expulsar personas de altos cargos, o para increpar y amenazar en público a un Diputado de la Nación en el propio recinto parlamentario. El clima de violencia social promovido desde el propio Poder Ejecutivo, con discursos de odio que habilitan y legitiman la violencia social, que incluyen ataques a periodistas y otros personajes públicos, discursos presidenciales en donde se vincula la homosexualidad con el abuso sexual o el llamado a linchamientos públicos por parte de un Diputado Nacional. La nominación a la Corte Suprema de un juez federal con una trayectoria basada en el cajoneo de causas y en acumular denuncias por enriquecimiento ilícito a cambio de brindar impunidad. La posterior designación en la Corte de este y de otro juez por decreto, salteándose el contrapeso que implica el mandato constitucional de buscar el acuerdo de una mayoría agravada del Senado. Y la enumeración podría continuar.

Ante este panorama, no se observa en ninguno de los otros poderes de nuestra Nación ánimos ni decisión para hacer respetar los límites básicos que buscan evitar que un poder político pueda ejercer un poder omnímodo, idea esencial del Estado de Derecho. Una Corte Suprema de Justicia de la Nación timorata, aún en su integración sin comisionados del Poder Ejecutivo, dejó correr el manifiestamente inconstitucional DNU 70/2023 y se apuró en tomarle juramento a un juez designado por otro decreto de dudosa constitucionalidad. El Poder Legislativo pendula entre el apoyo al gobierno y las críticas en redes sociales que luego no se traducen en votos en los recintos. Así sucedió con el (no) tratamiento del mencionado DNU –y de otros, como el de reforma al sistema de inteligencia– por parte de la Cámara de Diputados; el rechazo a crear una Comisión Investigadora del escándalo $Libra, con cambios de votos sospechosamente repentinos; o la insólita demora en rechazar las postulaciones a la Corte de candidatos impugnados y en exclusión de las mujeres, lo que dejó terreno fértil para el inaceptable avance por decreto.

Los Estados provinciales, por su parte, lejos de funcionar como contrapeso institucional ante estos avances, parecen aprovechar el contexto para reducir (o, en algunos casos, profundizar la destrucción histórica) del Estado de Derecho en sus provincias. En Tucumán, la degradación institucional se viene agravando con detenciones ilegales masivas en razzias policiales que acrecientan la vejatoria situación en las comisarías y con la reciente detención de un abogado apenas unos días después de que una clienta suya haya denunciado públicamente por corrupción al Fiscal General (ex ministro de la Gobernación), a quien se le imputan penalmente hechos como hacer videos de Tik Tok para criticar a funcionarios públicos, ejercicio elemental de la libertad de expresión, síntomas de persecución política que se profundizan tras la burla pública del Gobernador al abogado detenido. En Río Negro, estos abusos también se vislumbraron con la detención de brigadistas que estaban ayudando a combatir los incendios y el hostigamiento a comunidades indígenas. Múltiples situaciones de igual gravedad pueden enumerarse en otras provincias.

A más de un año de la llegada al gobierno de este novedoso fenómeno político, el aturdimiento ya no es excusa para quienes tienen (y tenemos) la sensible tarea de custodiar al Estado para prevenir sus abusos que, inevitablemente, derivan en una sociedad menos democrática y más violenta.

El Congreso de la Nación, en lugar de seguir enmarañado en dudosas negociaciones, debería comenzar a marcar claramente ciertos límites. Una buena primera señal sería que el Senado rechace de inmediato los pliegos de la Corte para hacer cesar los nombramientos en comisión, y que la Cámara de Diputados revierta el DNU 70/2023 y obligue al Gobierno a seguir el procedimiento ordinario de sanción de leyes.

El Poder Judicial, tanto federal como provinciales, deben salir de su parálisis y condescendencia, siempre oculta bajo la funcional burocratización, y defender activamente la Constitución para garantizar la vigencia del Estado de Derecho. El temor al poder mafioso del subsuelo estatal no es excusa válida para ningún juez o fiscal que se digne de conservar esa honrosa pero pesada responsabilidad pública. Hasta ahora vemos cómo los jueces se escudan en excusas, dejan pasar arbitrariedades enormes, se esconden en audiencias “virtuales”, demoran los casos o sólo hacen sentir su voz cuando sus privilegios pueden ser afectados y entonces no dudan en reclamar con fortaleza. Hemos vivido los gravísimos efectos de esta condescendencia judicial generalizada –perdonen la generalización las siempre escasas y costosas excepciones–, que a lo largo de nuestra historia ha permitido gradualmente que el poder de facto se animara a sobrepasar los límites, hasta llegar a las terribles consecuencias de la última dictadura militar.

Es la hora de los jueces. Los ciudadanos necesitamos a los jueces. Instituciones como la nuestra han trabajado muchas décadas para fortalecer el Poder Judicial: es hora de que usen su poder para frenar la creciente tentación del abuso.

(N de la R: Alberto Binder: Profesor de posgrado de Derecho Procesal Penal en la Universidad de Buenos Aires. Abogado y doctor en derecho por esa misma universidad. Fundador y presidente del INECIP. Miembro de la Asociación Argentina de Derecho Procesal y del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal. Ha sido asesor técnico en los procesos de reforma judicial en Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay, Ecuador, Venezuela, Honduras, El Salvador, Guatemala, República Dominicana y otros países de América Latina.

Julián Alfie: Abogado por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Julián Alfie es subdirector Ejecutivo del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP), una organización de la sociedad civil de Argentina que trabaja hace 35 años en la investigación y la reforma de los sistemas de justicia penal de América Latina con el objetivo de consolidar los sistemas democráticos).